LOS TIBIOS NO SON SALVOS Armando Alducin

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LAS BENDICIONES DE DIOS Armando Alducin

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¿Cómo se produce la amargura en el corazón? Sugel Michelen

Como vimos en la entrada anterior, el Señor no nos da otra opción que la de devolver bien al que nos hace mal. Debemos amar a nuestros enemigos y orar por aquellos que nos persiguen. Y la razón para el mandamiento es tan poderosa como el mandamiento mismo: “Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5:45). Mientras perdure la edad presente, Dios seguirá repartiendo muchos de sus dones y bendiciones a personas crueles y perversas. Hablando de los paganos que no conocen a Dios, y que cometen toda clase de aberraciones e inmoralidades, el apóstol Pablo dice en Hch. 14:17 que a esas personas Dios les ha dado testimonio de Sí mismo “haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones”. Eso hace Dios por personas que no le conocen, por personas que aborrecen Su nombre, que no le sirven, ni le obedecen, ni le adoran; personas que son sus enemigos declarados. Y lo que nuestro Señor nos dice en el Sermón del Monte es que si somos hijos de Dios, debemos mostrar nuestra filiación imitando en esto a nuestro Padre celestial. En Le. 6:35-36, el texto paralelo a este que hemos citado en el Sermón del Monte, dice: “Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo; porque Él es benigno para con los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso”. Ellos son ingratos y malos, pero Dios comparte con ellos muchas de Sus bendiciones. Él es benigno con personas que no lo merecen en absoluto, sino que más bien merecen lo contrario. ¿Tú clamas ser hijo de Dios? Debes imitar en esto a tu Padre celestial. Ahora bien, el hecho de que seamos creyentes, no elimina la realidad de que fuimos creados a la imagen de Dios, y como tales llevamos dentro de nosotros un fuerte sentido de justicia que nos dice que el mal debe ser castigado y el bien debe ser recompensado proporcionalmente. A esto debemos añadir la realidad de que pertenecemos a una raza caída, a una raza de gente orgullosa y centrada en sí misma; y aunque los creyentes hemos sido libertados de esa vana manera de vivir, de ese egocentrismo que caracterizaba nuestra vida sin Cristo, aun tenemos que luchar con la tendencia de ver lo nuestro como más importante que lo de todo el mundo. De modo que cuando somos nosotros, o algunos de los nuestros, las víctimas del mal que se ha infringido, ese sentido de justicia que hay en nosotros tiende a levantarse con más violencia. Lo legítimo se mezcla muchas veces con nuestro pecado, y el asunto se empeora. El punto es que por una razón o por otra, cuando experimentamos el mal en contra de nosotros o de otros, sentimos la necesidad de ver que el crimen sea castigado adecuadamente, conforme a la falta que se ha cometido. Y eso causa una tensión que debemos aprender a manejar como creyentes. En lo más profundo de nuestro ser moral sentimos que ese mal que se ha hecho no debe ser ignorado, pero al mismo tiempo sabemos que no somos nosotros los llamados a ejecutar la penalidad de la ley. Como dice John Piper, quien me sirvió de mucha ayuda para entender este proceso y cómo lidiar con él bíblicamente: “Sabemos que no tenemos derecho de completar el círculo moral”. Cuando se comete una falta y el malhechor recibe su justo castigo el círculo moral se cierra. Pero lo cierto es que muchas veces ese círculo se queda abierto, o desde nuestra perspectiva no se ha cerrado completamente (el castigo no ha sido proporcional), y nosotros no debemos tomar la justicia en nuestras propias manos para cerrarlo. ¿Cómo lidiar con la indignación que eso produce? ¿Cómo impedir que nuestro corazón se llene de amargura y resentimiento? Y lo que es más difícil aun: ¿Cómo puedo amar a una persona que me ha hecho mal, y que ahora parece que se ha salido con la suya? ¿Cómo puedo levantarme por encima de mi indignación, de modo que en vez de vengarme me dedique a hacerle bien? Eso lo veremos en nuestra próxima entrada, si el Señor lo permite. © Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia. Leer más...

El evangelio de la gracia de Dios y la amargura del corazón. Sugel Michelen



Lo primero que un creyente debe hacer para luchar contra la amargura es volver a predicarse el evangelio de la gracia de Dios en Cristo. Aparte de la gracia de Dios, ¿qué somos nosotros? Pecadores y transgresores, que no merecemos ninguna otra cosa que la ira de Dios por causa de nuestros pecados. Eso es lo que somos. Y si eso es lo que somos, entonces no hay razón para protestar.
Quizás hemos sido acusados de una falta que no hemos cometido, o se nos ha mal tratado sin razón alguna, o alguien a quien hemos hecho bien nos ha devuelto mal. Pero si Dios y los hombres nos dieran lo que merecemos por las faltas que sí hemos cometido, nuestras vidas serían un infierno aquí y seguirían siendo un infierno por toda la eternidad. Tal vez no somos culpables de lo que se dice de nosotros, pero por nosotros mismos, sin la gracia de Dios, somos peores que lo que cualquiera puede ver en nosotros o decir de nosotros.

Así que debemos creer lo que la Biblia dice que somos sin la gracia de Dios, y meditar en ello continuamente, sobre todo cuando somos objetos de mal trato, desconsideración o injusticia. Es un asunto de fe. Vinimos a Cristo arrepentidos de nuestros pecados porque creímos que en verdad éramos pecadores. Pero debemos seguir creyéndolo.
Los cristianos hacemos mucho énfasis en la fe que necesita el pecador para ser salvo, y eso está bien; pero no debemos perder de vista la fe que necesitamos ahora que somos salvos para crecer en santidad. La misma fe que se requiere para ser salvos se requiere para ser santos. Las mismas cosas que creímos cuando vinimos a Cristo debemos seguirlas creyéndolos día tras día, y aplicarlas en el momento preciso para luchar con las tentaciones.
¿Has sido tratado injustamente, y el individuo parece que se ha salido con la suya? ¿O no ha recibido lo que en verdad merecía? Ejerce fe en ese momento en lo que la Biblia dice que somos nosotros sin la gracia de Dios. Te han tratado injustamente por algo que no has hecho, es cierto, no obstante tampoco has recibido lo que justamente mereces por muchas otras cosas que sí has hecho. Si no fuese por la pura gracia de Dios no podríamos disfrutar de las muchas bendiciones que recibimos cada día de Su mano, y de manera particular la bendición de tener comunión con Él y ser Sus hijos. Medita en esa verdad de las Escrituras.
Pero eso todavía no elimina el problema que planteamos en el artículo anterior. El círculo moral sigue abierto; el malhechor no ha recibido lo que merece, y nosotros seguimos luchando con un sentido de indignación, producidoen parte por la imagen de Dios en nosotros, por ese sentido de justicia que vino incluido en esa imagen y que nos dice que el mal debe ser debidamente castigado. ¿Cómo podemos enfrentar adecuadamente este problema? Eso es lo que espero que veamos en la próxima entrada, si el Señor lo permite. Pero si tienes algún comentario que pueda ser edificante para los lectores de este blog, te invito a compartirlo.
© Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.
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La justicia de Dios y la amargura del corazón. Sugel Michelen

Como veíamos en la entrada anterior, nosotros fuimos hechos a la imagen de Dios y eso incluye un anhelo porque la justicia prevalezca. Nos sentimos mal cuando el malhechor se sale con la suya; y eso se agrava cuando nosotros somos los agraviados. Por eso es crucial que nos veamos a nosotros mismos a la luz del evangelio. Somos pecadores salvados por gracia que no merecemos nada, excepto el infierno. Pero eso no elimina el problema que plantea la imagen de Dios en nosotros. Queremos que la justicia prevalezca, que el círculo moral se cierre apropiadamente; de ahí la necesidad de que ejerzamos fe en la administración de la justicia de parte de Dios.

  Eso es lo que Pablo plantea en Rom. 12:17-21. Pablo dice allí que la venganza pertenece al Señor; Él se encargará en su momento de que cada cual reciba lo que merece: “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor”. Él se encargará de cerrar el círculo moral, y nuestro sentido de justicia quedará plenamente satisfecho. No tenemos que tomar la justicia en nuestras propias manos; Dios nos dice que debemos descansar tranquilos sabiendo que Él se encargará del asunto. Por esto Pablo nos dice que debemos dejar lugar para la ira de Dios.


 Cuando tomamos venganza por nosotros mismos estamos sustituyendo la ira de Dios por la nuestra; no estamos dejando lugar para la ira de Dios. Y lo que es aún más terrible: estamos dudando de la justicia de Dios. Cuando tomamos venganza con nuestras propias manos y damos rienda suelta a nuestra amargura y resentimiento, estamos actuando en incredulidad, no estamos confiando en la promesa que Dios nos ha dado de que Él pagará. “Sí, yo sé que te han tratado injustamente – dice Pablo; y sé que esa persona merece ser castigada por lo que ha hecho; y sé que aun no ha recibido su merecido. Pero no te corresponde a ti aplicar el castigo. Dios se encargará de este caso como tú no puedes hacerlo. Él puede ver el mal desde todos los ángulos, algo que tú no puedes hacer; y por lo tanto, cuando administre la justicia, será una justicia cabal y completa, una justicia que tomará en cuenta todos los aspectos del mal que ha sido hecho”. 


 Amado hermano, amada hermana, ¿tú crees en esa promesa de Dios? Porque solo la fe en esa promesa te ayudará a vencer la amargura y el resentimiento. Él nos promete que se encargará de juzgar a nuestros enemigos y de darles el pago, para que nosotros podamos ahora dedicarnos con tranquilidad a amarles sin que nuestro sentido legítimo de justicia nos llene de indignación. Esa fue la forma como nuestro Señor Jesucristo lidió con este asunto, enseñándonos con Su ejemplo cómo debíamos actuar en una situación semejante. 


Nadie ha sido nunca tratado tan injustamente en el mismo grado en que lo fue nuestro Señor Jesucristo. Él era sin pecado, nunca dañó a nadie; por el contrario se dedicó activamente a buscar el bien de otros, hasta el punto de dar Su vida por personas que no lo merecían en absoluto.


 Nadie ha merecido nunca más honor que Jesús, y nadie ha sido, ni será nunca, más deshonrado que Él. Si alguien tenía derecho a sentirse amargado y desilusionado, deseoso de tomar venganza fue Cristo. Pero ¿cómo se enfrentó Él con esta situación? “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente (1P. 2:22-23)”. Cristo sabía que no tenía que vengarse en ese momento de todos aquellos que le hacían mal injustamente, porque había encomendado Su causa en las manos de Dios. 


Él descansó tranquilo en la justicia de Su Padre, y más bien se dedicó a orar por arrepentimiento para aquellos que le maltrataban (comp. Lc. 23:24). Y Pedro nos dice explícitamente que ese es el ejemplo que debemos seguir. Algún día se hará justicia, y nosotros descansaremos tranquilos, no porque nos alegraremos de ver venir el mal sobre aquellos que nos hicieron mal, sino porque nuestro sentido de justicia quedará plenamente satisfecho, y porque veremos la gloria de Dios manifestada a través de Sus justos juicios (2Ts. 1:6-10). “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre… (no le digas: ‘Ah, ahora es mi turno, ahora dependes de mí, ahora vas a saber lo que es bueno’; no, si haces eso has asumido un papel que no te corresponde; si tu enemigo tuviere hambre…) dale de comer; y si tuviere sed, dale de beber”. Dios completará el círculo moral. No trates de hacerlo tú, porque si asumes esa posición te llenarás de amargura y de resentimiento, y no estarás actuando como se supone debe hacerlo un cristiano. “No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal”. 


 Pero aun queda un asunto crucial que debemos considerar en este estudio. Si es nuestra confianza en la justicia de Dios aquello que guarda nuestros corazones de amargura cuando somos mal tratados y vejados, ¿cómo podemos tratar con esta problemática cuando el que nos ha hecho mal es uno que profesa la fe? ¿Cuándo se trata de uno de nuestros hermanos en Cristo? El hecho de que sea un creyente el que nos ha dañado no evapora automáticamente nuestra indignación. Es más, algunas veces ocurre a la inversa, nos indigna más porque nos sentimos traicionados. “Yo esperaba eso de cualquier persona, pero no de un creyente”. ¿Cómo manejamos este asunto ahora? Eso es lo que espero tratar en la próxima entrada, si el Señor lo permite. 


 © Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia. Leer más...