Síntoma de decadencia espiritual: 2. Cuando el corazón no está procurando activamente conformarse a la norma de santidad que decimos aprobar

Noten que no estamos hablando aquí de un individuo que abierta y atrevidamente llama a lo bueno malo y a lo malo bueno. No. Este creyente no ha reducido sus normas de santidad. Pero aun así su corazón no está procurando anhelantemente conformarse a esa norma.

Todo verdadero creyente que está caminando cerca de Dios tiene una lucha a muerte con el pecado que aún reside en nuestro interior; esa es la experiencia que Pablo describe en Rom. 7:15ss.

“Porque lo que hago, no lo entiendo – dice Pablo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago… Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros” (Rom. 7:15-23).

Pablo percibía en su corazón una tendencia pecaminosa, a la que él llama “la ley del pecado”, que lo empujaba en el sentido contrario al bien que él deseaba y en el que él se deleitaba. Esa es la lucha que percibe todo hombre que está creciendo en gracia. Pero el que está en decadencia espiritual no percibe esa realidad tan violentamente en su interior.

Él está tranquilo porque en su mente todavía aprueba el contenido de la Ley moral de Dios, sin darse cuenta de la poca involucración de su corazón en procurar activamente caminar a la luz de esa norma de santidad revelada en las Escrituras.

Cuando escucha un sermón de la Palabra de Dios no se auto-examina objetiva y honestamente para ver cuáles son las áreas que deben ser cambiadas en su vida, ni se dedica a escudriñar más profundamente cuál es alcance de los deberes que han sido expuestos.

¿Recuerdan las palabras de Elí cuando supo que Dios se había comunicado con Samuel? ¿Cuál fue su reacción? “¿Cuál es la palabra que el SEÑOR te habló? Te ruego que no me la ocultes. Así te haga Dios, y aún más, si me ocultas algo de todas las palabras que te habló” (1Sam. 3:17, LBLA).

Es con esa actitud que debemos venir a la iglesia cada domingo. Y si el sermón hiere nuestras conciencias, como lo hicieron las palabras de Samuel en el corazón de Elí, debemos responder como él: “Jehová es; haga lo que bien le pareciere” (1Sam. 3:18).

La verdadera espiritualidad no radica en la capacidad de entender la verdad, ni tampoco en la habilidad de predicarla. La verdadera piedad se manifiesta en la manera como esa verdad controla nuestras acciones, nuestras palabras, nuestras decisiones, nuestros sentimientos, nuestras ambiciones y metas.

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia” – dice el Señor en las bienaventuranzas, los que experimentan ese anhelo por una vida justa, los que desean conformarse enteramente al carácter santo de Dios revelado en Su Palabra. Escucha esas dos palabras otra vez: “hambre y sed de justicia”.

Creyente, si no tienes hambre ni sed de conformarte más y más al carácter justo de Dios, debes saber que la falta de apetito es un síntoma inequívoco de enfermedad; cuando el alma carece de apetito por la santidad, entonces sabemos que el alma está enferma.

Es por eso que los predicadores que desean hacer bien a aquellos que le escuchan no deben sentirse satisfechos con exponer el significado general de las Escrituras. Muchas personas que están pasando por una etapa de decadencia espiritual se sienten cómodas, siempre y cuando la predicación de la Palabra se mantenga en el terreno de lo general.

Pero cuando el predicador desciende al terreno de lo específico, y comienza a exponer qué significa esa verdad que ha sido expuesta para nosotros hoy, cuáles son los pecados que tal verdad manifiesta en nosotros, cuáles son los cambios de conducta que debemos implementar en nuestras vidas a la luz de esa verdad, cuando la predicación activa nuestra conciencia, y ésta comienza a gritarnos: “Tú eres ese hombre”; entonces decimos como dijo Acab de Micaías: “hay un varón por el cual podríamos consultar a Jehová,... pero yo le aborrezco, porque nunca me profetiza bien, sino mal” (1R. 22:8).

Los predicadores no nos deleitamos en venir al púlpito a intranquilizar a los oyentes; pero si no somos heridos por la predicación, tampoco podremos ser sanados. Es únicamente cuando el mal es expuesto que vamos a Cristo procurando que su sangre nos continúe limpiando de todo pecado.

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